lunes, noviembre 01, 2010

Viejos escritos... (1)

(esto fue escrito en 2007, para una materia de la facultad cuando aún era feliz cursando Comunicación, lo encontré ordenando los desastres que tengo en esta computadora, como quien se pone a ordenar el escritorio un día de lluvia aburrido...)

"Luego de haber relevado información por algún tiempo, pues en esto se me han pasado al menos los últimos dos inviernos, y pretendiendo despojarme de mis prejuicios (no infundados pero prejuicios al fin), puedo afirmar que en esta ciudad habitan seres despreciables.
Solo las personas que la transitan con esmero, y poniendo la vida en cada pisada, podrán saber de lo que les hablo. Pues quien no presta atención o no gusta de mirar a su alrededor cuando, por ejemplo, va a trabajar todas las mañanas o sale a caminar solo para sacudirse el hollín, no podrá captar por completo esta exposición.
Los seres a los que me refiero solo pueden verse en todo su esplendor cuando azota a nuestro gran acopio de cemento llamado Buenos Aires, alguna lluvia memorable. Y quién puede negar que la lluvia y la cuota de nostalgia que transporta el aire porteño, hacen memorable cualquier tarde. Aunque cualquiera que se precie de haber sufrido más de tres copiosas e insoportables tormentas, sabrá que la lluvia de la ciudad es tan o más agobiante que viajar en subte en día de paro de transportes a hora pico. Cualquier lluviecita tiene el poder de arruinar el buen humor de todo un día e incluso de una semana, si uno no ha previsto toparse con esta gente.
Ellos pues, esta suerte de sociedad secreta, tienen la terrible y ancestral tarea de hacerle la vida imposible a cuanta persona camine cerca de ellos. Son seres despreciables, como les he dicho, se disfrazan de personas comunes, para pasar inadvertidos, podrían incluso ser nuestros vecinos, o hasta algún tío o primo de esas ramas poco frecuentadas de la familia, y uno no se entera hasta que los ve, allí, en medio de cortinas monumentales de agua, libres de ataduras y principios, solos, siempre solos.
Actúan con la soltura de quien no solo se cree, sino que está convencido de ser el dueño del lugar, aún más que los paseadores de perros en las plazas o las señoronas de muchos anillos en las peluquerías, y esto es mucho decir. Se mueven lentamente, sin la más mínima preocupación pero con la resolución de quien sabe lo que quiere en la vida.
Llevan en cualquiera de sus manos, son ambidiestros por supuesto, cual trofeo o insignia, un paraguas resplandeciente y sombrío, tan grande como cualquier sombrilla de playa. Y lo llevan con un orgullo tenaz, que no conoce límite. Los más entrenados, quiero decir, los más desalmados, porque dudo que necesiten un entrenamiento específico ya que debe tratarse de una condición innata o una predisposición genética; no solo usan paraguas, sino que, además complementan el uniforme con sobretodos impermeables que les llegan a los tobillos. Todo para evitar, a toda costa y bajo cualquier circunstancia, el contacto con el agua, y muy probablemente, el roce con otras pieles.
Hasta aquí nada parece ser extraño, pero lo que no les he contado, si aún no lo han dilucidado, es que estas personas adoran, y se les nota en las sonrisas que portan, caminar buscando el abrigo de los balcones, techos, marquesinas y cualquier tipo de resguardo que ofrezcan las construcciones citadinas para guarecerse de la lluvia. Este es su leit motive.
En el tiempo que llevo observando a estas personas, llamémoslos “los que aún usando paraguas, caminan buscando techitos”, no he logrado entender qué poder sobrenatural o propósito oscuro los guía. Algunos han sido partícipes de peleas callejeras y depositarios de golpes e irreproducibles insultos, algo que en los últimos tiempos se ha vuelto moneda corriente. Las abuelas dirán que las cosas ya no son como antes. Yo diría más bien, que cada vez son más los porteños que están abriendo los ojos ante tanta injusticia y desparpajo, aunque no de la mejor forma.
Caminan con una poco habitual parsimonia para los días de tormentas, van siempre, como les he dicho, pegados a la pared, buscando algún techito que pare el agua. Nunca están mojados, siquiera húmedos, como habrán visto alguna vez, porque sus inmensos paraguas redirigen las gotas que irían a dar en sus cabezas, justo sobre las cabezas de las personas que deben esquivarlos constantemente. Estos, sus víctimas, se sienten tan desdichados cuando reciben una oleada importante de agua proveniente de un paraguas levemente (y traicioneramente) inclinado, e incluso reciben quizá como premio extra, algún golpe certero, siempre a dos centímetros de un ojo; que llegan a sus trabajos o a sus casas, tan tristes, cansados y enojados que les lleva horas reponerse y olvidar. Y lo se porque por largo tiempo he sido víctima también, hasta que opté por caminar literalmente bajo el agua, y evitando los techitos, logré evitarlos a ellos. Y he comprobado, lo que me ha dado una rabia inconmensurable, que de esta manera, me mojo menos.
Esta tristeza de la que les hablo, tristeza que acarrea a veces un profundo rencor, es un mal que aqueja a las ciudades. Todos alguna vez la hemos sentido, y sabemos que no solo es culpa de la “Cofradía de los que caminan siempre buscando un techito”, aunque ellos saben mejor que nadie, despertarla. Podría tratarse de alguna sustancia química en el aire, o en el mismo agua de lluvia, algo que no podemos descifrar pero que nos alcanza a todos y no nos ha de abandonar nunca, pero a partir de aquí entramos en otros temas que, si gustan, podremos conversar en otro momento, mate mediante.
Desdichados entonces y mojados hasta el tuétano, unos. Aterradoramente despreocupados, como salidos de un cuento, los otros. Ese parece ser el equilibrio que ha logrado establecer vaya uno a saber quién, para que todo siga funcionando como hasta ahora y los días de lluvia, en esta ciudad,  tengan una razón de ser."